Escritos

Leidy y su carrito tintero recorriendo Bogotá

Madrugar es una de las actividades más comunes en el territorio nacional, más aún cuando se trata de iniciar labores antes de las seis de la mañana, donde los rayos del sol apenas son visibles para aquellos trabajadores que ven cómo pasa la noche al salir de su lugar de trabajo el día anterior.

Los capitalinos sufren, y repiten una y otra vez el famoso dicho: “Nos dormimos con las lechuzas y amanecemos con el gallo”, una popular frase que quizás define el arduo trabajo y compromiso que tienen los habitantes en el cumplimiento de sus labores sociales y educativas, personas de todas las edades que salen a conocer el mundo y a conseguir el pan de cada día. 

En el sur de la capital, en la localidad de Bosa, vive una de las más de un millón de personas que trabajan en el sector informal en Bogotá, que emprenden de manera independiente para sacar adelante su hogar. 

Leidy Mallerly Pardo tiene a cargo una niña de 10 años, Daniela, que estudia en uno de los colegios que rodea el barrio, y tiene dos hijos más, Johan y John, son gemelos de 12 años y actualmente viven en Villavicencio. El padre de sus hijos es muy ausente, ella no tiene contacto con él desde hace mucho tiempo, tampoco dice necesitarlo. 

Sin embargo, ha encontrado el amor después de varios encuentros fallidos con hombres poco graciosos y agresivos, según comenta, por lo que vive desde hace seis años en un apartamento pequeño pero cómodo con su compañero sentimental, Jorge, su hija y su compañía gatuna, Puca.

Levantarse a la madrugada, sin que la luz natural entre por la ventana de su apartamento, hace parte de su estilo de vida. Las obligaciones que tiene la han llevado a apreciar la luna de la fría Bogotá, sin siquiera haber dormido del todo la noche anterior.

Y es precisamente gracias al frío de la capital que su trabajo ha tomado fuerza; como país cafetero, las bebidas hacen parte importante en la obtención de energías y nutrientes que fortalecen el sistema de los colombianos y es por ello que sus ganas de salir adelante son más fuertes que los problemas y los comentarios que han dicho sobre ella. 

Actualmente trabaja de manera informal vendiendo tintos en su peculiar carrito, como lo nombra ella, es un ingreso que tiene para cubrir los gastos mensuales de los integrantes de su pequeña familia. 

Desde siempre ha trabajado de manera informal por las diferentes circunstancias que le ha tocado atravesar, pues, abandonar su hogar cuando apenas era un adolescente sería el comienzo de mil tropiezos por los cuales no se imaginaría vivir. 

Su día de trabajo comienza a las cuatro y treinta de la mañana. Con paciencia, se alista y organiza para atender a su pareja sentimental y a su hija, quienes también inician sus labores desde las seis de la mañana. 

A su vez, prepara, en las ollas más grandes que posee, tres litros de tinto endulzado con panela y litro y medio de tinto sin dulce, de aromática y de leche caliente; en la licuadora prepara jugos de borojó y maracuyá, cada uno de dos litros. Todo lo hace a ojo, dice que ya le tiene el tiro porque de los trece años que lleva trabajando en el sector informal siete se ha dedicado a esta labor.

Después de haber atendido su hogar, comienza a limpiar su carrito con esponja, agua y un poco de jabón para que el olor no quede impregnado en él. Los termos que previamente desinfectó los acomoda en la alacena para llenar de uno en uno su respectivo contenido y, sin pensarlo, le pide a Dios en voz alta que estos regresen a casa sin contener nada, que sea una mañana de venta completa.

El reloj marca las seis y treinta de la mañana. Dos horas después de haberse levantado todo está listo para salir a recorrer una gran parte de las calles de la localidad, se impone la bendición y sale de su casa anhelando que sea un gran día mientras empuja su carrito. 

Es un barrio con calles estrechas, varias vías a medio pavimentar y casas como cualquier otra, quizás algunas de ellas construidas sin licencia, pero de lo que sí está segura es que en cada una de ellas salen personas apuradas para tomar el transporte público. Al salir, ella me mira y afirma: «Recuerda, esta labor es más que ventas de bebidas. Si te sientes insegura solo dímelo y no te apartes de mí». Confundida con el comentario, asiento con la cabeza y camino junto a ella.

Encuentra su primer cliente a dos cuadras de donde vive, un trabajador del surtifruver más grande del barrio, “dos tintos y un tarrito rojo” pide el jóven trabajador. Mientras seguimos caminando la gente que pasa la saluda como si fuese la mujer más reconocida del barrio, «caminemos lento», pronuncia, nuestros clientes son los que trabajan en las tiendas de barrio, ellos sin falta alguna me compran», dice con una gran sonrisa y mirando al cielo, contemplando la hermosa mañana que ese día hace.

Paso a paso continuamos con el camino, mientras me explica cómo ha podido crear su propia ruta a través de los años, «en los principios me caminaba una y otra vez las mismas cuadras, de arriba hacía abajo pero nadie me compraba, como todo creo yo, al principio muy malo, no vendía ni un termo de tinto completo, ya hoy en día gracias a Dios mis clientes son fijos y he podido trazar mi ruta con total seguridad”.

Sin embargo, a tan tempranas horas del día es imposible que los locales abran al público así que cuenta con la compra de las personas que esperan en los paraderos del transporte público o uno que otro trabajador de limpieza de las calles. 

“Buenos días, veci, ¿se te antoja alguito?”, dice Leidy una y otra vez a cada persona que ve pasar; el camino cada vez parece ser el mismo y los comentarios se hacen notar: “estos si son unos muy buenos días Leidy”, manifestaban los hombres que con la mirada parecen jamás haber visto una mujer. “No molesten, ¿lo mismo de siempre?”, dice la señora Leydi para evadir la tensión que se genera al estar acompañada por una joven como yo. 

¿Y eso?, ¿es su hija?, ese color de ropa y el largo del cabello se le verían muy bien, manifiestan entre risas los hombres que piden algo caliente para tomar, los mismos hombres que desde hace años han sido sus clientes y gracias a quienes mantiene un ingreso a su hogar.

“Disculpe señorita, este trabajo es quizás en el que los hombres no miden voz, ni palabra ni acciones, yo simplemente les impongo un límite porque soy una mujer con valores y tengo un esposo al cual quiero mucho” me dice la señora Leidy mientras hace gestos con su cara.

Tras pasar por una calle donde los talleres de autos y carros dañados se hacen notar al estacionarse a cada costado de la calle los comentarios van aumentando, las miradas incómodas se apoderaban de nosotras y algunos compran solo para obtener una breve conversación y así poder sacar información.

A pesar del frío de la capital, se siente mucho calor, debido a la actividad física que demanda este trabajo como caminar, gritar y estar en constante movimiento. 

El reloj ya marca las 10:30 de la mañana y los rayos de sol comienzan a quemar, pareciera que el tiempo se pasa volando cuando se camina, se grita y se atiende a todo tipo de personas.

Llega al cliente número veintidós, en un local donde fabrican muebles y la venta diaria es fija, sin embargo, los problemas no pueden faltar cuando se trabaja de manera independiente y por no perder un cliente se decide fiar, «¿Y Victor?» preguntó Leidy, «él ya no trabaja aquí, no vino, se perdió, al parecer renunció», le manifiesta uno de los trabajadores que laboraba con él. «¿En serio? Y lo que me debe qué, ¿no les dejó el dinero?»,»No «, asentaba el hombre poniendo una cara de lástima. Sin medir más palabras y haber atendido a dos personas más nos retiramos.

Son 20.000 pesos, casi lo que consumió en esta semana, y ahora, ¿a dónde lo podré localizar?, dice en voz alta Leidy mientras sigue empujando su carrito. En ese instante recuerdo la cantidad de veces que en esa mañana anotó en una pequeña libreta el saldo fiado de sus clientes, ya que se proponían a pagar apenas tuvieran dinero.

Proponiendose a encontrar a Victor, de la manera que fuera, seguimos con el camino por una de las vías más importantes de la localidad de Bosa; cuando menos se espera, otro problema surge, un bus del Sistema Integrado de Transporte Público (SITP) se le avienta sobre su carrito, notándose la intención de atropellarla o por lo menos hacerle caer su carrito de trabajo.

«Soy una persona tranquila y esto es de todos los días, en unos los conductores te dan el paso amablemente y en otros se lanzan para arruinarte tu única fuente de ingreso, ya han sido más de 4 veces los cuales han destrozado mi herramienta y gracias a mi esposo me ha ayudado a repararlo», me dice la señora Leidy, casi gritándome porque el ruido de los carros no dejaban escuchar muy bien.

«¿Cuenta con seguro médico o social para estos casos?» Le pregunté. «No, no alcanza y como soy independiente debo cotizar de más, cómo si este trabajo me sacara de la pobreza» me dice Leidy, mientras hacemos por tercera vez la misma ruta.

El reloj marca las 12:00 del medio día y la señora Leidy muy orgullosa me dice, «ya se acabaron los productos, no tenemos nada en los termos y el jugo de maracuyá se vendió por completo, es momento de regresar a casa, gracias a Dios».

Cansada de haber caminado más de 9 kilómetros en unas 6 horas, regresamos a su pequeño apartamento, cuando su hija Daniela también llegaba de estudiar, almuerza y sin perder el tiempo, prepara los alimentos que su hogar va a consumir al día siguiente.

La misma rutina se repite en horario de la tarde, desde las 4:00 P. M. hasta las 8:00 de la noche, si el clima no hace de las suyas impidiendole andar por las inundadas calles del sur de la capital debido a las fuertes lluvias que se registran en la capital.

Esta es una de las historias que rodean a la fría Bogotá, sus habitantes son la chispa del calor humano que mantienen vivo el ambiente de lo que significa trabajar para sobrevivir en una gigantesca ciudad.

Por: Karen Fuquen

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